miércoles, 25 de agosto de 2010

"Mensaje" de Thomas Bailey Aldrich

Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta.

"Soledad" de Pedro de Miguel

Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando.

No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.

"La papelera" de Luis Mateo Díez

Por lo menos había visto a siete u ocho personas, ninguna de ellas con aspecto de mendigo, meter la mano en la papelera que estaba adosada a una farola cercana al aparcamiento donde todas las mañanas dejaba mi coche.

Era un suceso trivial que me creaba cierta animadversión, porque es difícil sustraerse a la penosa imagen de ese vicio de urracas, sobre todo si se piensa en las sucias sorpresas que la papelera podía albergar.

Que yo pudiera verme tentado de caer en esa indigna manía era algo inconcebible, pero aquella mañana, tras la tremenda discusión que por la noche había tenido con mi mujer, y que era la causa de no haber pegado ojo, aparqué como siempre el coche y al caminar hacia mi oficina la papelera me atrajo como un imán absurdo y, sin disimular apenas ante la posibilidad de algún observador inadvertido, metí en ella la mano, con la misma torpe decisión con que se lo había visto hacer a aquellos penosos rastreadores que me habían precedido.

Decir que así cambió mi vida es probablemente una exageración, porque la vida es algo más que la materia que la sostiene y que las soluciones que hemos arbitrado para sobrellevarla. La vida es, antes que nada y en mi modesta opinión, el sentimiento de lo que somos más que la evaluación de lo que tenemos.

Pero si debo confesar que muchas cosas de mi existencia tomaron otro derrotero.
Me convertí en un solvente empresario, me separé de mi mujer y contraje matrimonio con una jovencita encantadora, me compré una preciosa finca y hasta un yate, que era un capricho que siempre me había obsesionado y, sobre todo, me hice un transplante capilar en la mejor clínica suiza y eliminé de por vida mi horrible complejo de calvo, adquirido en la temprana juventud.

El billete de lotería que extraje de la papelera estaba sucio y arrugado, como si alguien hubiese vomitado sobre él, pero supe contenerme y no hacer ascos a la fortuna que me aguardaba en el inmediato sorteo navideño.

"Historia verídica" de Julio Cortázar

A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caros, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.

Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.

"Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza" de Fernando Sorrentino

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, algo canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánica e indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación: él siguió aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un puñetazo en el rostro. El hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo, al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese momento, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberlo golpeado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, por completo indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza.
Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución mía, tratando en vano de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: "Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza". Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé –bajamos– en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fe. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: "¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?". Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos empezaron a seguirnos, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle bruscamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró conmigo.
Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Con todo, nuestras relaciones no siempre han sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y –Dios me perdone– hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes con mansedumbre, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. En fin, esa certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. Tampoco sé si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, en los últimos tiempos he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, me hostiga cierto presentimiento. Una nueva angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.
De: Imperios y servidumbres, Barcelona, Seix Barral, 1972.
© Fernando Sorrentino
Este es un video preparado por un grupo de alumnos y alumnas como festejo del 15º aniversario de ESBA en Villa urquiza. ¡Que lo disfruten!

En un entrada aparte publico el cuento en el que se basaron...

sábado, 14 de agosto de 2010

miércoles, 11 de agosto de 2010

Mi Vestido color salmon


Una mañana fui a comprar un hermoso vestido de color salmón que había visto en un local cerca de mi casa. Era para un importante evento que tenía dentro de una semana. Pasaron los días y faltaba muy poco para la fiesta,el vestido estaba aún en la caja, quise probármelo para volverle a dar una última mirada, lo saque de la enorme caja blanca con un moño grande que la decoraba, me lo probé y cuando fui al espejo observé "que mi reflejo en el espejo se reia de mi" que locura pensé. Decidí tratar de tocar mi reflejo y mi brazo se hundió en él, me asusté y retrocedí, pero la curiosidad fue más grande. El lugar donde se encontraba este espejo era muy amplio, estaba en el living alrededor de una mesa ratona de vidrio y dos grandes sillones cubiertos con finas telas. Decidí entrar y descubrí que detrás de un pedazo de vidrio se encontraba un mundo maravilloso, hermoso los colores eran más brillantes, había un lugar lleno de fuentes y yo no estaba en el piso, estaba sobre un algodón rosado que flotaba en el aire y se movía siguiendo el ritmo de una angelical música, también el cielo no era celeste era de color violeta, y allí no había pájaros, había tigres. Qué mundo raro mururé, pero era increíble y había venido por qué mi reflejo se había reído de mí. Por eso quise ir a buscarlo y preguntare ¿por qué se reia de mí?. Pero no hallaba la manera de encontrarlo. Entoncés, en el medio de donde yo estaba caminando, hasi como arte de magia apareció una puerta de color marron oscuro con un picaporte de oro que hacía juego con una guarda que tenía en la parte superior de la puerta.
Entré al extraño lugar era muy diferente al exterior de la puerta, era todo lo contrario, el lugar era oscuro, hacía mucho frio y los colores eran apagados y tristes. Quise regresar por donde vine pero la puerta no se abrió estaba trabada, me desperé y una luz muy amarilla se encendió en el oscuro lugar. La seguí y me dirijió a una habitación. Alguien estaba sentado en la silla dándome la espalda, se dio vuelta y enseguida me miró. Yo lo reconocí, en un instante me desmayé. Cuando desperté mi mamá se encontraba con migo sentada en mi cama, me afirmó que me levantara , por qué me acompañaría a buscar el vestido para la fiesta por qué faltaba días para el gran evento. Me levante y fui, no recordaba nada pero tenía en mente que mi vestido lo quería de color salmón.

martes, 3 de agosto de 2010

Luego De La Vida...

4 de mayo de 1775

Yo, existo o no existo o sólo pienso que existo en este lugar donde el sol es sólo una llama, la tierra es una pantalla y nosotros sólo figuras que pasan y que se esfuman.
Mi nombre es Marcos, o creo que ese es mi nombre.
Y aparecí donde la gente pasa sin ver, ¿por què no me ven, por què no me veo, por què nadie me habla? Hablo y no me escucho. No entiendo por què mis amigos y mis familiares estàn tristes, quiero hablar con ellos pero es como si no me vieran, pareciera que me escuchan y huyen, el día se me hace largo y siento que hubiese dormido una semana, lo ùnico que recuerdo es que ayer me fui a festejar un cumpleaños con mis amigos.

7 de mayo de 2010

Hoy es 7 de mayo, no tengo sueño, no tengo hambre pero tengo frìo.Miro a mi alrededor y veo que todo cambia y evoluciona muy rápido ya no sé la nociòn del tiempo ¿què hora es? ¡No lo sé! ¿Què dia es? Tampoco lo se, yo creo que ya pasó mucho tiempo. Voy caminando y observo a la gente que pasa y no conozco a nadie, me siento en un mundo desconocido donde todos caminan y hablan solos, caminan muy alterados y preocupados.
Sigo caminando y logro ver a alguien conocido y empiezo a correr donde està èl, lo empiezo a seguir, trato de pensar hacia dònde va y al mismo tiempo trato de recordar quièn es y de repente se da vuelta,lo miro, me miro y me duermo.

FIN
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LUCAS ARGAÑARAZ
MARCO MONTEROTTI
SAMPAYO TOMAS
LIGORRIA MARIA BELEN

2·A